1. Los Salones del Rey Elfo (I)
[Año 2087 de la Tercera Edad del Sol. La Paz Alerta, motivada por la aparición de fuerzas oscuras en la Tierra Media desata la duda y siembra la semilla de la desolación, se ha decretado en el año 2063 T.E., tras la expulsión del espectro de Sauron de la fortaleza de Dol Guldur, al Sur del ahora llamado Bosque Negro. Las arañas, vástagos de la estirpe de la vil Ungoliant, se asientan en esta misma ubicación.
En el resto de la Tierra Media, Hombres y Enanos se enemistan, las guerras civiles son el pan de cada día. Los Nâzgul se hacen con Minas Ithil, en Mordor se empieza a gestar el azote que después sacudirá a todo ser viviente por igual. Gondor ya no tiene rey y el linaje de los Senescales pervive desde hace 37 años después de que el Rey Brujo de Angmar aniquilase la estirpe real. Los Hobbits viven en paz desde hace más de 400 años en su tierra otorgada, La Comarca.
Y los Eldar permanecen. Con los ojos puestos en el futuro y en el presente. Nuestra historia comienza aquí: en un reino amenazado pero que no pierde el color y la esencia de sus días de antaño. Thranduil, rey del Bosque Negro, celebra la Dana Nosteg de su hijo mayor, el príncipe Legolas, apodado el Hojaverde. Y para ello, invita a los elfos de los dos reinos que permanecen; Imladris-Rivendel, que envía a los gemelos de Elrond en representación de su padre. Y Lothlórien, hogar de la Dama Galadriel y su esposo Celeborn, que decide nombrar como su embajador al menor de los hijos de Haldir, su más fiel Centinela: Lúthien Seregwen. Al mismo tiempo, la comandante de la Guardia de Thranduil, Tauriel, ostenta la tarea de proteger un cargamento de telas en Lothlórien]
—Lúthien, haz el favor de darte
prisa. Deberíamos haber salido hace horas. —apremió Haldir, mientras
terminaba de preparar los fardos.
—Que sí, que sí. —replicó
Lúthien, también recogiendo sus fardos. Su larga melena castaña ondeaba tras
ella con cada ligero movimiento.
—Neithän, date brío.—apremiaba
el elfo al mayor de sus dos vástagos varones, los cuales arreaban a los caballos con
muchísima parsimonia.
Lúthien sabía a dónde iban, pero no por
ello estaba menos nerviosa; la presencia de Thranduil la inquietaba, y mucho. Y
más esta vez.
—Vamos, hijos míos—Haldir terminó
de arrear a su caballo—. No es largo el camino hasta el palacio de
Thranduil, mas no me gustaría que la entrega se retrasara.
—Ada. —Llamó Lúthien—. ¿Por
qué tengo que ser yo? ¿No sería más fácil que lo hiciera Händir y ya?
—Hija mía, Celeborn no puede permitirse prescindir ahora de tu hermano. —Respondió Haldir. —Son tiempos oscuros. Y la confianza de los señores en nuestra familia es cuasi absoluta. ¿No lo ves?
Lúthien no dijo nada. Se limitó a seguir
preparando sus bultos y demás equipaje.
—Muy bien, ada.— Händir, el de
dorados cabellos, se acercó a despedir a su familia.— Que los Valar cuiden de vuestro viaje y os devuelvan a mi lado sanos y a salvo.
Haldir asintió con la cabeza. Se enfundó
en su capa de viaje del color de la noche, y montó en su precioso rocín de
color gris. Lúthien y Neithän, asimismo, se colocaron sus capas grisáceas. Así, Haldir y sus hijos desviaron una última mirada hacia su hogar, que atrás quedaba; deberían atravesar el río, pues la tierra del grandioso Oropher,
padre de Thranduil se alzaba al otro lado
del Anduin. Tras pocos días ascendieron hasta el Viejo Vado, el cual formaba
parte del Camino del Bosque Viejo, y lo atravesaron a pleno galope. Querían
llegar de la forma más directa posible, sin tener ningún tipo de retraso. Junto
a ellos cabalgaba Tauriel, elfa Silvana a las órdenes de Thranduil y Comandante
de su guardia, quien había viajado hasta Lothlórien portando un mensaje de su
señor. Varios meses había pasado en compañía de aquella curiosa familia
galadhrim, conociendo la belleza de los dominios de Galadriel y haciendo lo
propio al lado de los soldados que Haldir mantenía bajo su control. Incluso, y
por qué no decirlo, había entablado una profunda amistad con Lúthien; amistad
sincera que no había sido fácil obtener, ya que la galadhrim no gustaba de
encariñarse con nadie. Pero veía fuerza en Tauriel, veía un punto de apoyo
externo que sabía no le fallaría jamás.
Neithän levantó el campamento siendo ya
noche entrada, encargándose de la primera guardia. Lúthien y Tauriel se
encontraban junto a la hoguera, ambas perdiendo sus miradas en las llamas.
— ¿Cómo es?—preguntó risueña.
—
¿Cómo es qué?—Tauriel cruzó su mirada olivácea con la glauca de la
galadhrim.
—Tu tierra. —repuso Lúthien sonriente, recostando la
cabeza sobre sus rodillas recogidas.
—Es
maravillosa. —Tauriel suspiró mirando al cielo. —Tengo muchísimas ganas
de llegar, ¿sabes?
— ¿Y eso por qué?—Lúthien sonrió a su amiga mostrando una
chispa de ilusión en su penetrante mirada esmeralda.
—Hay mucha
gente a quien quiero presentarte, entre ellos, a los príncipes.
Ah, los príncipes. Tauriel le había
hablado de ellos en innumerables ocasiones. Y debía decir que, a pesar de la
admiración que su amiga mostraba por ellos, no mostraba la misma simpatía. A
fin de cuentas, eran hijos de un rey de sobra conocido orgulloso y soberbio. Y
aunque pasaron la noche charlando una vez más acerca de ellos, sólo había una
cosa en la que Lúthien era capaz de pensar: seguir los pasos de su adorada
madre, caída en batalla hacía ya tiempo.
Después de algunos pocos días más de
intenso viaje, Haldir y sus hijos por fin llegaron a los dominios de Thranduil; un bosque que no permitía la entrada de caballos pues las ramas se entrecruzaban en el suelo con la maldad que en su corazón habitaba. El camino hasta los salones no era sino un sendero sinuoso constantemente oculto por la hojarasca, cuyos viajeros no eran sino tentados por la magia de las aguas del arroyo. Las
puertas estaban excavadas en el interior del bosque, en la colina más profunda. Ninguno de ellos estaba sorprendido, no
era la primera vez que viajaban allí; tan sólo Lúthien que creía que nunca en sus dos
milenios de vida había pisado los dominios del gran rey.
—Peinaos un poco y recolocaos las capas. —Ordenó
Haldir—Lúthien, por favor, yergue la espalda.
Los elfos obedecieron a su padre al
instante. Tauriel habló con uno de los centinelas para que le abriesen el enorme
portón de madera, ya que su anfitrión los aguardaba. Ambos centinelas así lo
hicieron, y padre e hijos, liderados por la Comandante, se adentraron en el
corazón del palacio excavado en el bosque.
Haldir indicó a sus hijos que le
siguieran con paso ligero. Los dos hicieron lo propio, escoltando a su padre y
a Tauriel entre comentarios susurrados y suspiros de admiración; ante ellos se
alzaba una maravillosa construcción excavada en la roca, con exquisitas
columnas de madera esculpida sujetando las bóvedas que conformaban el techo.
Sendos pasillos de intrincados diseños partían en diversas direcciones,
convergiendo todos ellos en el mismo punto: el Salón del Trono, corazón del Bosque
Negro, lugar de recepción de invitados y consultorio de audiencias con el rey.
Tauriel se detuvo en seco. Thranduil,
sentado en su imponente trono, se mostraba autoritario, aunque quizá levemente
distraído. Apenas alzó la vista cuando su súbdita presentó a los galadhrim ante
él.
—Ah, Haldir, mellon nín. Una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro. —El rey mostró
una sonrisa de medio lado, apenas alzando la voz. Repasó con la mirada a sus invitados.— Me sorprende que Händir no nos acompañe.
— Mucho me temo, mellon nín, que mi señor Celeborn precisa de su consejo en este instante.
— La mente de tu hijo siempre ha sido tan elevada como la de los antiguos señores. Comprendo que no desee prescindir de ella.— Thranduil se levantó de su trono.— Id a descansar. El viaje, aunque no haya sido largo, no ha estado exento de peligros. Mi chambelán os llevará a las dependencias de los invitados. Hablaremos más tarde de lo que aquí nos acontece.
Y con un delicado gesto de la mano,
autorizó a los galadhrim a retirarse. A pesar de tan escueta y fría bienvenida,
al menos contaban con cierto beneplácito por parte del gran rey. Se despidieron de Tauriel, dejándola a solas con su rey.
Siguiendo el camino de entrada desde las puertas en línea recta, los Salones del Rey Elfo se articulaban en cuatro grandes áreas divididas en varios subniveles: el Este, donde se ubicaban los cuarteles y las mazmorras en los niveles inferiores; el Oeste, donde residían la mayor parte de los habitantes del Bosque Negro y que, al igual que el Este, se dividía en niveles, de tal manera que se separaban los mercados y centros de ocio de las residencias. Al Norte, se hallaba el palacio de la familia real, donde habitaban Thranduil, su esposa Nostariel, los príncipes y algunos empleados de palacio; bajo él, se encontraban las bodegas que abastecían no sólo al rey sino a todos los habitantes del Bosque. Al Sur, enmarcando las puertas de entrada al bosque, se hallaban las cuadras y, a varios metros sobre la entrada a los Salones, se ubicaban los talleres artesanales. El eje articulador que armonizaba el conjunto no era sino un gran recibidor diáfano que albergaba los tronos del rey y la reina, más los asientos de los príncipes y los puestos de la guardia, antecediendo al palacio. Todo, por supuesto, abastecido con obras de ingeniería como canalizaciones de entrada y salida de aguas y rieles y poleas para transportar mercancías, además de caminos de madera pulida.
Una vez el chambelán condujo a los galadhrim al interior del palacio, Haldir y su hijo mayor se acomodaron en una alcoba exterior, desde donde podían observar el cielo y el horizonte. La elfa de cabello castaño se desplomó sobre la cama, muerta de
cansancio. Haldir, por su parte, se asomó al balcón, desde donde contemplaba el
sol de mediodía tiñendo de ocres las copas de aquellos árboles sombríos.
—Ah…
Este lugar es mágico…—suspiró el Centinela, cruzando los brazos sobre la baranda
de roca tallada.— Aún recuerdo cómo se construyó.
—Ah…
Esta cama es mágica. —Lúthien imitó burlonamente las palabras de su padre,
estirándose todo lo que podía.
—No creo que lo recuerdes, porque eras muy pequeña. Pero tú ya habías estado aquí antes.—Haldir cerró la cristalera con sumo cuidado
mientras se acercaba hasta su hermana pequeña. —Ha cambiado mucho desde la última vez.
—Cómo se nota que estás ansioso por unas buenas vacaciones. —Lúthien se
quitó las botas sin apenas levantarse. Por primera vez en días tenía un lecho en
el que poder reposar sus músculos agarrotados. —Pero no podemos dejar las fronteras solos, ada. Nuestra guardia es limitada, toda mano que pueda blandir un arma es estrictamente necesaria.
—No voy a negar que tienes razón. —Haldir agitó la
cabeza con suavidad, acompañando ese gesto con sacudiendo levemente la mano
derecha.— Pero, ya que estamos aquí, por qué no relajarnos un poco.
Lúthien se incorporó, dejando escapar una suave risa. Podía entender el cansancio de su padre. Pero él también debía entender que ella no quería estar allí.
—¿Es necesario que lo haga yo?—la
elfa ladeó la cabeza tras unos segundos de silencio.
El elfo rubio se sentó al borde de la cama que había ocupado su hija, colocándole un mechón de cabello castaño tras la oreja picuda.
—Ni tu hermano ni yo somos lo que se dice caballeros, iellig.—dijo el Centinela con un susurro paternal.— A ti te eduqué para que fueras una Dama, aunque después eligieses un camino diferente. A falta de tu hermano, eres quien más diplomacia puede tener.
Lúthien emitió un pesado suspiro por la nariz. Se conocía, conocía su carácter y conocía, asimismo, que no era la elfa más elocuente del lugar pese a que era inteligente. Haldir se dio cuenta del gesto de su hija menor y quiso reconfortarla depositando un tierno beso sobre su frente despejada.
—Sé que crees que estás fuera de lugar, pero no es así. Si no confías en mi criterio, confía al menos en el de la Dama Galadriel.
Los orbes aguamarina de la elfa se cruzaron con la mirada zarca de su padre. Sentía que todo cuanto hacía se hallaba constantemente sometido a juicio. Que intentaban reconducirla hacia el deseo de quien ya no estaba en lugar de dejar que encontrase por sí misma su lugar en el mundo. Tras un momento de silencio, fue ella quien se alejó de la cama, tratando de perder sus pensamientos en la inmensidad de un lugar que desconocía recordar y que se le antojaba atemporal, cuasi un relato antiguo.
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Haldir aporreó la puerta de la cámara
exterior con el amanecer despuntando. Si algo tenían en común los hijos (mal llamados "mestizos") del capitán, era su profundo sueño. Sabía que no se levantarían así como así.
No esperó a que concedieran permiso, y poco le importaba que estuvieran
visibles o no. Entró en la habitación con paso ligero y tiró de las mantas en
las que sus hijos se encontraban arrebujados.
—
¡Buenos días, hijos míos!—saludó con energía. —Confío en que hayáis descansado, ¡nos espera un largo día por delante!
—Agh, ada…—se quejó Neithän escondiendo la cabeza bajo la almohada. —Déjame
dormir un poco más, por favor…
—Vamos, vamos. ¿Qué os tengo dicho acerca de la pereza?
A continuación, Haldir se dirigió a su
hija, quien se había limitado a encogerse como un animalillo para protegerse
del fresco.
—Arriba,
vamos. —exhortó de buen humor. —No seas
perezosa.
Lúthien emitió un gruñido seguido de un
“Quiero dormir” que poco a poco desaparecía entre susurros amodorrados. No obstante,
el Centinela de Lórien no gustaba de repetir las cosas dos veces; se proveyó de una jarra de
agua fría y la volcó sobre la cabeza de su hija, haciendo que ésta emitiera un chillido que se escuchó incluso al otro lado de la puerta.
—Bien, ahora que estáis los dos levantados...—Haldir se tornó serio. Tenía un motivo para haber despertado
a los suyos a esas horas intempestivas. Mas, si quería que todo su plan saliera
bien, no había otro modo de proceder. —Tenemos que hablar.
Sentados en torno a una ornamentada mesa de roble y piedra esculpida, con un desayuno abundante a base de frutas y pan del camino, Haldir tomó la palabra.
—Nuestros señores esperan que la tarea que nos han encomendado deje a nuestro reino en buena posición. Si bien es hecho irrefutable que las relaciones entrambos territorios siempre ha sido fructífera, nuestra familia ha gozado de la amistad con Thranduil desde la caída de Sauron. Sabiendo que no pueden abandonar el Bosque por razones más que obvias, es nuestro deber cumplir esta tarea diplomática.
Lúthien sintió cómo las miradas de su padre y hermano se clavaban en ella. Sin embargo, su única reacción fue tensar la mandíbula en un intento (se podría decir que inútil) de controlar su mal genio. Porque, si por algo era conocida, era por su carácter salvaje e impredecible.
— Por el amor de Eru, te suplico que controles tu carácter.— Haldir juntó ambas manos en posición suplicante.— Thranduil es soberbio y egoísta, no descarto que pueda sacarte de tus casillas. Pero te lo imploro: No. Caigas. En. Sus. Provocaciones. En las de nadie.
—Las cortes son nidos de víboras agitadas que desean abalanzarse sobre su presa despistada.—apostilló Neithän con hastío en su tono.— Händir lo sabe bien.
—Pero Händir no está aquí.—replicó Lúthien, enseñando los dientes con gesto amenazante.— Y, si hay alguien más burro de nosotros dos aquí, eres tú. Así que para que tú no metas la pata, yo tengo que comerme el marrón.
Neithän abrió la boca para replicar, mas Haldir lo impidió con una palmada sobre la mesa.
—Efectivamente. Y eso es mi decisión como padre. Como a alguno de los dos se le ocurra hacer alguna estupidez, sean los Valar testigos, de que os tendré apostados en lo alto del Celebrant hasta el fin de la Tercera Edad.
Los hermanos cruzaron los brazos con gesto airado. Definitivamente, aquello empezaba a ser una idea horrible.
* * * * *
La audiencia con el rey había sido
sofocante. Los preparativos para la Dana Nosteg -la fiesta que se celebraba en honor de la madurez intelectual- iban a consumir
demasiados recursos y no quedarían más alternativas que subir los impuestos. Y
Thranduil no iba a escatimar en gastos. Después de todo, su hijo mayor cumplía dos mil años de vida.
Los elfos celebraban sus aniversarios con alegría a pesar de la lacra que suponía el peso de la memoria. Había, por tanto, dos edades importantes para ellos: los cien años, cuando alcanzaban la Pausa, la madurez física y su aspecto etéreo y sempiterno. Y la Dana Nosteg, cuando cumplían los dos mil años, momento en el que alcanzaban el cénit de su madurez intelectual. Aunque, en circunstancias especiales, esta celebración podía darse antes de cumplir esa edad.
Se dejó caer sobre la butaca de mullidos
cojines de plumón, exhalando un suspiro que reflejaba una mezcla de cansancio
y, por qué no, frustración. Parecía que Thranduil sentía predilección por su hermano.
Pasó una mano por su lacio y argentado
cabello, con el único fin de sosegar sus ánimos y alejar de sí tan vil sentimiento
de envidia. Tal era su ensimismamiento que ni siquiera se
había percatado de que alguien había llamado a la puerta.
—Adelante.
—autorizó con voz queda.
La ornamentada puerta emitió un seco
crujido al tiempo que cedía el paso a una altiva figura de cabello dorado y
ojos de un vivo añil, como un cielo primaveral que se corrompe con la primera
luz del amanecer. Aquella figura caminaba
con paso ligero y la cabeza gacha, con expresión inquieta dibujada en su
hermoso rostro.
Hithmîr se dejó caer sobre el respaldo
de la butaca, cruzando las piernas por encima del escritorio a la par que
alzaba la mirada.
—Ah.
Ai (hola) Legolas. —saludó en tono frío y monocorde.
—Hithmîr…—Legolas
hizo una pequeña reverencia con la cabeza, tomando asiento frente a su hermano,
cruzando los brazos sobre el pecho.
Durante un instante que se antojó
interminable, ambos hermanos compartieron un incómodo silencio. En aquel
preciso momento, su rivalidad, aunque ya cesada, se tornó en tensión. Y lo
cierto era que no parecía nada descabellado. Ambos habían competido en igualdad
de condiciones por un premio, el legado más grande desde las tierras de los
Noldor en Beleriand.
Legolas posó los brazos sobre la mesa,
sin dejar de mirar a su hermano. Inhaló una bocanada de aire y, con la soberbia
propia de su padre, rompió el silencio.
—¿Está todo bien?. —preguntó suavemente.
Hithmîr sacudió la cabeza al tiempo que
soltaba una sonora carcajada. Bajó los pies de la mesa y cruzó su grisácea
mirada con la de su hermano.
— Deberías estar radiante de alegría, muindor (hermano). —repuso con una
inquietante sonrisa. —Ahora eres más que un mero príncipe.
—No me siento distinto, Hithmîr. —Sonrió Legolas, suspirando. —No es como si algo hubiese cambiado.
Hithmîr correspondió a la sonrisa de su
hermano poniéndose en pie. Se acercó hasta un pequeño mueble de roca y sacó una
botella de cristal tallado más dos elaboradas copas, que llenó hasta la mitad
con ese característico vino de Dorwinion que tanto gustaba a su padre.
—
¿Nervioso por la ceremonia?—inquirió, sin mirarle.
—No
lo sabría decir. —respondió Legolas, rascándose la nuca. —Supongo que espero que ocurra cuanto antes
para poder volver a mis quehaceres en el bosque.
—Ah, ya entiendo…—el príncipe menor
dibujó una media sonrisa, a la vez que le tendía a su hermano una de las copas.
— ¿Labores de limpieza?
—Las arañas del sur nos comen terreno. —Afirmó Legolas tras dar un sorbo a su bebida. —Se han vuelto excesivamente inteligentes. Nos está costando mucho
erradicarlas. Temo que asciendan al norte.
Hithmîr asintió con la cabeza, dando a
entender que realmente sabía de lo que Legolas estaba hablando. Él nunca había
salido al exterior “de caza”, sólo de paseo y cuando el Bosque era seguro. Y
eso no ocurría con frecuencia. Tomó un poco de su bebida y nuevamente se sentó
en su butaca.
—Estoy
seguro de que podrás con ellos, hermano. —sonrió.
—Eso
espero. —corroboró Legolas. —No me
gustaría ver nuestro reino sumido en la oscuridad más de lo que ya lo está.
De nuevo, el silencio incómodo. Una
conversación insustancial con el único propósito de apaciguar las disputas
entre ambos hermanos. Legolas deseaba marcharse de allí y dejar a Hithmîr con
sus números e indescifrables libros de cuentas. La única razón por la que había
decidido ver a su hermano era para tranquilizarlo. Bien era sabido que el ahora
Príncipe Heredero no era una persona que hablase más de lo necesario. Así pues,
depositó la copa sobre el escritorio de caoba para seguidamente levantarse y
dirigirse hacia la puerta.
—Me
alegro de haber solucionado nuestro conflicto, Hithmîr. —Comentó sosegado.
—Con tu permiso, me retiro. Que se te den
bien esos números.
—Que pelees bien, Legolas. —Hithmîr
correspondió a la despedida de su hermano sin mirarle.
Legolas cerró el pesado portón tras de
sí. Llevándose una mano al pecho, exhaló un nuevo suspiro de alivio; el peso
que se había quitado de los hombros no era pequeño. Apreciaba a su hermano, lo
protegía, y aunque hubiera alguna que otra rivalidad, no le deseaba ningún mal.
Con estos pensamientos, el príncipe
mayor se dirigió al campo de entrenamiento exterior, acaso deteniéndose en el
balcón designado a los arqueros. Apoyó los brazos sobre la baranda y contempló
el horizonte, observando a los soldados que se amontonaban en el piso inferior,
adiestrándose para el combate. Durante unos instantes, se permitió el lujo de
reflexionar y distraerse; su Dana Nosteg se celebraría en apenas
unos meses, con la llegada de la primera luna del verano. Y por una parte, la
emoción latía por sus venas como una manada de corceles a pleno galope; por
otro, el recelo de ser el centro de todas las miradas, pues Legolas gustaba de
pasar desapercibido entre la gente, como si fuera uno más de los soldados, nada
más lejos de la realidad.
Finalmente sacudió la cabeza con una
gran sonrisa dibujada en el rostro. La voz de varios compañeros invitándolo a
entrenar con ellos extrajo al príncipe del limbo en que sin pretenderlo se
había enfrascado. Tras un amistoso saludo, los siguió hasta el campo exterior,
donde las jornadas se enlazaban una con otra, haciendo pasar el tiempo rápida e
inexorablemente, como arena deslizándose entre los dedos.
Y así se acercaba la fecha de su Dana Nosteg. Aunque el príncipe no podía imaginar lo que tal celebración traería consigo.




